VICENCTE ZABALA DE LA SERNA
Sufro la tremenda desgracia de que los pies se me hielan en los tanatorios y cuando hablo en público, con lo cual ando sobre dos icebergs desde las ocho
de la mañana de hoy. Si además el motivo es presentar una obra de mi idolatrado Alfonso Ussía, la tiritona alcanza las rótulas, sube por el fémur, tintinea los costillares, bate la mandíbula y ondearía el flequillo en el caso de que flequillo hubiera. Ussía, la cartilla donde uno aprendió a leer de verdad, una de las tres carabelas de ABC, uno de los tres buques insignia junto con los maestros Jaime Capmany y Antonio Mingote, me llama un día y me dice de sopetón: «Vicente, soy Alfonso, ¿querrías presentar mi último y próximo libro, que contiene un ensayo sobre Ordóñez?» «Es un honor», le contesté de inmediato, sin pensármelo dos veces, y la de veces que ya lo he pensado desde entonces hasta hoy, como el imberbe debutante que se anuncia en los carteles de Madrid sin el suficiente bagaje con dos figuras: «Castelo, Ussía y Zabala, que confirma alternativa» (rezaría el cartel). Y yo no confirmo nada más que mi congoja y mi admiración hacia la pluma grácil, punzante, fina y grave, lírica y demoledora, honda y redonda, como la verónica de Ronda, sutil, ingeniosa, chispeante y leal, cabal, jugosa, castellana y española, cachonda y señorial, rítmica, coherente y fiel a unos principios que no se estilan, que nadan a contracorriente de los tiempos, sin perder un ápice de modernidad, en una España donde lo que es moderno y lo que no lo decide El País. Ah, El País, Alfonso, palabras mayores, la Biblia del progreso, libro de estilo del periodismo libre… Qué haríamos sin El País. Alfonso Ussía cita siempre en sus artículos sin complejos y con valentía, con la muleta plana, ofreciendo el pecho, asentado en las zapatillas, sobre todo en la pierna de cargar la suerte, hundido el cuerpo en el peso del muletazo y del trazo de su columna, fundido con la negra y torva embestida, como tantas tardes lo hacía la henchida, plena de empaque y majestuosa figura de Antonio Ordóñez. Como supongo que lo mío es hablar del ensayo táurico, allá voy, aunque con deleite me extendería sobre las líneas líricas sobre los senos que encienden un cuarto de este delicioso libro. Probablemente lo haría con menos elegancia y tacto con los que Alfonso pasea su palabra y pensamiento por tan vertiginosas laderas, pero no con menos ilusión. Titubea ligeramente el verbo de Ussía, en los albores de la pieza taurina que nos ocupa, cuando se adentra en el Universo Ordóñez, temeroso de los llamados «entendidos». Y yo te digo que no te preocupes, Alfonso, que los que van de entendidos, finalmente suelen ser, por norma, los que menos entienden, y los que lo son de verdad sabrán valorar la inteligencia, sensibilidad y admiración con que desbrozas la sinfonía del hijo de aquel Cayetano de la Palma, Niño Ordóñez, y separas al artista de la persona, al torero del hombre, sólo con el silencio. Los matices más temibles tal vez vendrían de Santiago Amón y Vicente Zabala, tus amigos, como los revives con inmenso cariño en estas líneas, nombres que cada vez que se unen encadenan un sinfín de recuerdos que desembocan inexorablemente en la Antena 3 de Manuel Martín Ferrand, en nuestra Antena 3de radio que apuñalaron por la espalda.
No sé si el más grande Beethoven encarna a Ordóñez o viceversa, como afirma Alfonso en el hilo conductor de su ensayo, porque mi educación musical, al contrario que la suya, no pasó por Mozart, Bach o Wagner sino que se acotó en mi niñez a las canciones de Jorge Sepúlveda, que para mí era entonces, con cinco años, un señor con bigote que cantaba triste, un señor con el que mi padre me machacaba en sus tardes caseras de asueto, escasas afortunadamente. Y además después descubrí que ni siquiera se llamaba así, sino Luis Sánchez, lo cual me parece más triste aún, porque para ser Luis Sánchez o se es Tip o se es triste, claro. Es verdad, como apunta Ussía, que la música resume más y mejor el toreo que todas las artes que el toreo abraza. Música y toreo fueron de la mano siempre en esa dualidad de fugacidad y eternidad o de vuelo perenne y etéreo a la par. Pero hay que contar con el talento y la perspicacia de Alfonso Ussía para decirlo de una vez, y decirlo bien. A la escultura viva de una verónica le siguen otras, otras notas, que componen la armonía de la partitura completa, que cuando aún no se han paladeado del todo en el cielo del oído, se fugan de la retina y permanecen, reposadas luego con el paso de los años, en los lienzos de la memoria, que ganan como los vinos viejos de Rioja: (es el poso del toreo legítimo). Todas las artes se funden a través de la música en el toreo, que alcanza todos los sentidos. Por eso, como defiende Alfonso, el toreo es cultura y los toreros son rasgos fundamentales de ella y de nuestras raíces; «una figura -dice Ussía- tiene todo el derecho del mundo a entrar en nuestra historia como si se tratara de Velázquez, Goya, Zurbarán o Picasso». Sigo a estas alturas sin saber por qué en las escuelas, colegios o institutos no se estudia, aunque fuese de pasada, a Juan Belmonte, Manolete o Antonio Ordóñez, y sin embargo maltratan a los jóvenes con enormes raíces cuadradas o gigantescas matrices que ni siquiera valen para interpretar una hipoteca en el futuro. Y, lo que es más grave, continuo sin saber por qué la Fiesta se mantiene ajena y apartada del ministerio de Cultura. El presidente del gobierno de España, José María Aznar, decía la semana pasada en una reunión con productores, editores y artistas que «la cultura es nuestro mejor activo. Por ella nos conocen y nos reconocen en todo el mundo». ¿Y qué perfil más marcado y visible desde el exterior que el de los toros en la cultura? ¿Acaso las películas de los pancarteros? Aznar anunció al termino del mencionado acto una subvención mil millonaria de las antiguas pesetas para el cine y pelillos a la mar… Hasta la próxima manifestación. Y con los toros qué. Qué hacemos con el segundo espectáculo de masas de España, el de mayor raigambre y tradición. ¿Obviarlo como hasta ahora? Nadie pide ni quiere subvenciones, sino, simplemente, un trato de deferencia, considerado y justo….. En TVE, la televisión de todos, por ejemplo. Por no extenderme más en asuntos embarrados reconoceré finalmente que la envidia hacia este genio del ingenio y la escritura que es Alfonso Ussía se esconde no sólo en sus enemigos, sino incluso en quienes lo admiramos, una envidia malsana que me lleva a revelarles un terrible secreto, forjado también en el seno del cuarto pecado capital que anida en el corazón de Ussía, y que genera en su interior un odio que lo carcome y lo corroe, que le pudre las entrañas, las ideas y los artículos, porque Ussía, señores, siempre quiso ser Joaquín Sabina, cantar como Sabina, componer como Sabina, rimar como Sabina y escribir aquello de «más triste que un torero al otro lado del telón de acero». Todo llega, Alfonso, no desesperes y consuélate mientras con una ovación de la parroquia.