CARLOS RUIZ VILLASUSO, Sevilla (España).
23/10/00. Un hombre que merece la pena
Yo no soy currista. Que quede claro. No lo soy porque llegué tarde al currismo militante por una mera cuestión generacional. Pero Curro es uno de esos hombres que te recuerdan a los padres de antes y que te hacen pensar si cualquier tiempo pasado es mejor, pero de verdad. Yo me hice de Francisco Romero por una razón fundamental: porque es un hombre que merece la pena. Y pocos hombres la merecen.
Es esto una reflexión más gallega que andaluza, más humana que taurina y sin duda poco castiza. No es una razón para vender, sino para hablar, de un hombre con 42 años de arte a sus espaldas. Un arte perfectamente imperfecto con sus días y sus noches, sus nublados y sus claros, con sus tormentas y su arco iris. Curro es el arte porque es imperfecto, inseguro, tímido, muy interno. Ésa es la definición del artista.
Si hablamos de su toreo tendremos que tirar de la naturalidad porque Dios tuvo el capricho de conceder a Romero algo que ningún otro torero ha tenido, el compás del cante, con el capote y con la muleta. Si Romero ha tenido algo en su carrera ha sido un caudal expresado a borbotones de arte.
He tenido la humilde fortuna de ser tratado bien por Curro Romero. Ese trato afable, cariñoso, de gente de bien, con una mirada que te mide no para probarte sino para tender un puente de posible entendimiento. Incluso en éste último domingo, en sus breves declaraciones, él perdía la mirada buscando perder su vergüenza para armarse de valor y hablar en directo ante una cámara de televisión. No es cierto que Curro fuera el más currista de todos. A mí me dispensó buen trato y yo no soy currista.
Cuando salió del burladero de la plaza de La Algaba, este domingo de su retirada, para abandonar la plaza entre aplausos, dirigió su último adiós: arqueó las cejas, me miró y alzó la mano. Y se fue. Se fue un torero incalificable, distinto, genial pero no de genio. Un torero de los pies a la cabeza.
Yo creo que Romero vivía a contraquerencia en un mundo muy a contraestilo, donde la palabra se cambia por el contrato, donde la bulla y las prisas mandan, un mundo que tergiversa la condición del hombre y del torero y Curro no estaba por la labor. Por eso se ha ido Curro, porque es un hombre fuera de juego, porque habla con la palabra de los hombres en un mundo donde los hombres son meros aficionados a serlo.
Las últimas horas de Curro Romero como profesional fueron quebradas por un pleito con la empresa de La Maestranza. Pero ésta no es la razón de abandonar, 42 años después, el traje de luces. Tiene, en su retirada, más facultades que hace años, más militantes, más gracia, más arte, más compás y más felicidad. Curro anda enamorado como un adolescente y disfruta de la vida con la razón de un hombre y eso es otro regalo de Dios que él intenta prolongar hasta el final de su naturaleza. Ni se muere el torero ni se muere el hombre, pero algo de vacío queda en La Maestranza y en muchas otras plazas. No se pierde ni su arte ni su impronta pero sí un punto de referencia para todos aquellos que piensan que la vida merece la pena siempre y cuando no haya un contrato de por medio, y un fiscal, y un abogado, ni nadie con quien pleitear. Si alguien quiere ser un hombre, le basta con mirar en la mirada de Curro Romero.