La plaza de toros de La Merced, con cien años de vida a partir de hoy, tiene una historia extensa e importante, una historia a la que aportará poco la corrida que ha conmemorado la efeméride. Quizá lo más llamativo fue el oriental que se tiró de espontáneo en el toro devuelto por cojo que rompió plaza. La verdad es que el chino (o japonés, o filipino, o mongol, o coreano…), se echó de rodillas y le pegó al toro dos muletazos enormes. Aparte de la temprana anécdota, los causantes de la plúmbea tarde fueron, sobre todo, cuatro toros de José Luis Pereda que no valieron nada o casi nada. Los de Enrique Ponce fueron los peores, y especialmente su primer enemigo, un animal que, mitad por condición, mitad por defectos de visión, buscó los muslos del torero de forma patente. Ponce se lo quitó de encima con brevedad, y lo intentó algo más con el mulo y parado quinto de una tarde ya convertida en pesada noche.
Tampoco sirvieron los toros de Finito de Córdoba, aunque Juan supo alargar al máximo la embestidas desclasadas del blando y bonancible animal que cerró festejo. Hubo algunos redondos con cierta calidad, pero Finito se echó para fuera a la hora de matar. Su primero, flojo y medio enfermo, no podía con su alma.
Es cierto que estos cuatro toros no ofrecieron apenas posibilidades de éxito, pero hubo otros dos, los del lote de Emilio Silvera, que deberían haberse arrastrado sin las orejas puestas. Por desgracia Silvera, buen torero, retirado hace dos años y queriendo ahora retomar el camino, acusó la lógica falta de sitio del que apenas torea. A su primero, encastado y de largo viaje, le pegó una buena serie con la derecha, con dos redondos y un circular templadísimos, pero en el conjunto faltó aplomo, limpieza, y sobre todo, ajuste.
La embestida del cuarto, noble y de gran calidad por el pitón izquierdo, sirvió para que Emilio cuajara algunos naturales lentos y largos, aunque cuando mejor se acoplaba por ese lado, cambió de mano y aquello se vino muy abajo. Sus ganas, la efectividad al matar y el cariño de su público, motivaron que en los tendidos se pidieran tres orejas para el diestro, aunque el férreo presidente no atendió a razones ni sentimientos y sólo concedió una. Al final del festejo, hubo quien aseguró que no asistiría a la corrida del segundo centenario. Yo, por desgracia (supongo), tampoco.