El hombre se empeña en rechazar todo lo que le perturba. Hemos insistido en prescindir de todo lo que resulta embarazoso para una moral inflexible y única, rígida y granítica. Una sociedad que se desembaraza de aquello que la agita, se convierte en rebaño de borregos, en una tribu uniforme de monótonos esclavos de constructores de pirámides. El ser humano ha sobrevivido a faraones y a pirámides por tener la inteligencia que da la cultura: algo fiero, salvaje, en rebeldía contra toda decencia, contra toda conveniencia y, si fuera necesario, contra toda ley. Vivir bajo el techo sombrío de lo aceptado es no aceptar que somos capaces de poseer inteligencia y creatividad. Libertad.
Vivir bajo el techo sombrío de lo aceptado es no aceptar que somos capaces de poseer inteligencia y creatividad. Libertad.
El toreo lleva décadas maquinando su supervivencia mutando su instinto natural en un algo técnico superlativo que lo lleve a una especie de arte de escuadra y cartabón, sin caer en la cuenta de que, al hacerlo, está prescindiendo de su alma: de su instinto salvaje, de su culta barbarie. Todo arte, liturgia o creación es imperfecta porque la perfección sólo existe en la mentira. La perfección es la más abominable de las imposturas, es el fin del ser humano. Tan perfecto es un perro doméstico, que el bebé humano es, hoy, un rebelde de pañales y llantos, un imperfecto incómodo que reclama y exige amor imperfecto de dos imperfectos animales: una madre y un padre.
El Toreo y/o la Tauromaquia no puede aceptar buscar acomodo o refugio o aceptación en una sociedad global de constructores de nuevas pirámides para los mismos faraones. Un toro bravo y un torero, un ruedo con sus públicos, son el mundo imperfecto, salvaje por sensible, puro por verdadero. Pretender ser aceptados por una sociedad de moral única que destierra al rebelde, es aceptar que el toreo ya perdió su ser: ser la fiera que no cabe en jaula alguna. No se trata de hacer un toreo único, predecible, monótono y escolástico, sino de mantener la rebeldía que se mueve con la sangre, la arrogancia humana superior e indomable que conlleva el valor y el dolor del valor, las constantes de creatividad imperfecta que hace que una verónica, inventada hace tanto, jamás haya sido inventada del todo y cada vez pueda ser nueva, natural, y, por tanto, imperfecta.
El toreo lleva décadas maquinando su supervivencia mutando su instinto natural en un algo técnico superlativo que lo lleve a una especie de arte de escuadra y cartabón, sin caer en la cuenta de que, al hacerlo, está prescindiendo de su alma: de su instinto salvaje, de su culta barbarie.
Domar el toreo y hacerlo mascota de una sociedad que reclama mascotas y que las consume por rechazar todo aquello la perturba, obliga o remueve las entrañas de la inteligencia, es un error. Recobrar el toreo es regresar a su lado mas instintivo, más salvaje. Recuperar el toreo sobre las piernas, grácil y gallardo frente al toro indómito, recuperar el respeto al toro, apurar cada sentimiento del toreo mal llamado “de arte” y volver a sintonizar con el torro que torea “con arte”. Hacerlo mas individual, menos de escuela y más libre. Menos impostado, menos aprendido. El toreo jamás se aprende y si se aprende completo, ya no es toreo. Esa es nuestra tarea.
Narrar desde la ilusión de lo imperfecto. Negar que el toreo lo es porque sólo porque es limpio, traslúcido, inmaculado. Dejar al toro que sea tal cual es, el de templadas embestidas y bravura para ser reducidas sin denostar o depreciar al de árida aspereza, hacer de cada toro un toro distinto sin narrarlo bajo la moral única de un único canon, sin examinarlo con el catón único y rígido de lo que tiene que ser. Permitir que cada torero ser un imperfecto dentro de su gran esencia: su intención. Unos mas recios, menos gráciles, otros mas huidizos, más sutiles, otros largos en poder, otros metidos en la intimidad tímida de su intención expresiva. Todos ellos, toros, toreros, no sabidos, no predecibles. Dejemos que los públicos democraticen de nuevo la ilusión de lo que observan. Saquemos al toreo y al toro de análisis de la técnica y hagamos que rebose todo marco, linde, jaula o norma.
El toreo jamás se aprende y si se aprende completo, ya no es toreo. Esa es nuestra tarea.
No hay nada más intolerable para el arte que la norma y la narrativa crítica de una única norma. Ni nada más uniforme. No hagamos toreros que aprenden la técnica antes que el toreo. Y el toreo es todo lo que no cabe en la técnica. Hay un camino de regreso a nuestro lado mas salvaje, entendido como nuestro lado mas impredecible. Hagamos que un toro no sea el siguiente y que un torero no se acomode a la narrativa de tantos otros. Hemos puesto unas normas que señalan el bien torear y el mal torear. Bueno o malo. Positivo o negativo válido o inválido según un imaginario rígido de una técnica para un único toreo, limpio, recto, perfectamente visible y absolutamente predecible. El toreo anula la negatividad y lo negativo porque se sustenta de lo distinto, vive de la distinción. El toreo, más que actitud, es intención.
Todo torero del palo que fuera, que haya sido grandioso a los ojos de los públicos, fue un rebelde de casi todo. En la foto de Maurice Berho, Ojeda dialogando con una señora vaca de Victorino, icono de la libertad de cada intención . Pero hubo rebeldía en El Cordobés, en Manolete, en Gallito, en Belmonte, … Hay toreros que aún tratan de serlo. Regresemos al hombre, al individuo, al ser libre, a lo natural, a lo no impostado, a lo no repetido. Tratar de hacer una fiesta menos salvaje, mas matemática, más formulada, es abandonar al toreo. Tratar de hacerlo, secuestrar las imágenes de las cornadas, ocultar la sangre, hacer del toreo un fichaje laboral, huir del contacto con la gente a través de comunicados, esconderse de la vida, es meter al toreo en la manga de los monótonos constructores de pirámides.
Feliz año 2020.