Tejela y Huagrahuasi de la mano al triunfo.
Por Carlos Narváez
La feria tomó un sesgo de creciente intensidad e interés en el tramo final. Cuando a tenor de lo presenciado parecía no podía esperarse cierta mejoría en los postreros festejos, resultó que las corridas de mejor juego estaban colocadas a la cola del abono. Más vale tarde que nunca. Exclamó esta frase convertida en recurrente tópico Diógenes Laercio decidido a aprender música siendo ya muy mayor.
El encierro de Huagrahuasi-Triana, promediado con tres toros de cada hierro dio un inesperado buen juego. Los colocados en los cuatro primeros lugares fueron todos manejables, toros de oreja. Los dos últimos por su comportamiento innoble y fementido no constituyeron en modo alguno opciones claras de triunfo. Incluso el tercero, de andares cansinos a la salida indujo a pensar nada bueno de su comportamiento pero, sorpresiva e inexplicablemente, varió esa conducta dedicándose desde la suerte de banderillas a embestir. Matías Tejela encauzó los viajes en series largas, densas, a derecha e izquierda. Compuso una exquisita y matemática partitura visual. Crecido, quiso añadirle al todo el aderezo de unas bernardinas pero al instrumentar la segunda el toro cortó la mahonesa yéndose al pecho. La contundencia de la inmediata estocada originó el desaforado pean del público y aseguró el premio de las dos orejas. Si por un momento Tejela llegó a pensar que el sexto toro sería una nueva oportunidad para ampliar el éxito, se equivocó de medio a medio. El último ejemplar, hierro Triana, de incoercible brusquedad, le puso en un serio brete. Le desarmó por tres veces así que resolvió evitar que lo hiciera una cuarta endilgándole un espadazo de muerte.
El toro de más clase fue el segundo. Avacado de hechura y condicionado por un padecimiento extraño e inobservable a simple vista del que se quejaba levantando constantemente la mano derecha. Dávila Miura lo brindó a sus compañeros y lo toreó con adecuados temple y ritmo pero lo mató sin tino. Tampoco el quinto sirvió para resarcirse, porque acometió sin entrega alguna y acabó parándose.
En la línea de los toros rajaditos, esos que adquieren fijeza y se emplean en la muleta si se les ayuda a ello, estuvo el primero. Carlos Yanez, diestro nacional, construyó aprovechando las nobles y humilladas embestidas del burel un trasteo desordenado, exento de planteamiento, nudo y desenlace pero pinturero, salpicado de detalles toreros y muy variado. Enterró la espada después de pinchar una vez y el deseo del público fue premiarle más el presidente no estuvo de acuerdo.
Otro toro de similar morfología al segundo fue el cuarto. No tuvo tanta clase como su predecesor pero se le acercó y, además, se movió sin dificultad desparramando nobleza en cada embestida. Un lujo de toro con el que Yanez tardó en acoplarse en hacer ballet del sentimiento trágico que es el toreo. Y, para remate, le dio una muerte que no merecía atravesándolo como un pincho moruno.