Esta sentencia se la dictaron en el sexto de la tarde, desde el callejón, a Miguel Abellán y fue la clave para entender a cinco de los seis toros de Luis Algarra que se lidiaron hoy en Gijón; el otro, el segundo de Espartaco fue un pájaro del que había que cuidarse.
Juan Antonio Ruiz se despedía hoy como matador de su público gijonés y, por culpa de ese toro malo no pudo irse como seguro le hubiese gustado. La suerte no le acompañó en el sorteo de su lote pero la afición se puso de su parte para recordarle como una de las figuras más importantes del toreo del pasado siglo.
El primero de la tarde que lidió Espartaco fue un toro bonito de estampa y noble al que logró templar, sobre todo, por el pitón derecho, que era el bueno; un toro que fue de menos a más y que nos hizo pensar, por momentos, que el tiempo no había pasado y que el Espartaco del adiós era aquel joven maestro de tantas tardes triunfales en el día de nuestra patrona.
Con el pinchazo y la estocada caída se fue el toro a incinerar y se agotaron las posibilidades de éxito porque el segundo que le cayó en desgracia además de flojucho era de esos que, puestos a elegir, prefieren la seda del vestido del matador que la franela o el percal de los engaños. Espartacolo vio pronto y se le escucho decir ‘ no tiene ni un pase, el muy hij...’al inicio del trasteo con la muleta y, ya habiendo doblado el animal ,‘vaya rato que nos ha hecho pasar‘. El de Algarra no tomaba la muleta, prefería esperar y medir al torero y tirarle algún hachazo que otro y Juan Antonio, pálido por el mal trago que estaba pasando, se lo quitó de en medio de una estocada casi entera.
Fue entonces cuando toda la plaza puesta en pie le dedico una fuerte ovación de cariño, admiración y, sobre todo, profundo respeto.
El que salió en segundo lugar también fue un toro tan bonito como escaso de fuerzas que con el capote, tardó en enterarse pero que, en el caballo, apuntó cierta bravura que reivindicaría a la hora de morir. Manuel Caballero estuvo impecable; lo fue sobando y encelando poco a poco (cuidándolo mucho, a su alturita) aunque la faena no podía tener importancia por el paso cansino del animal.
Lo mejor lo mostró el toro a la hora de morir; lo hizo en el centro del ruedo -después de tragarse un estoconazo de los que receta Caballero– con la boca cerrada, regalando uno de esos momentos de profunda emoción estética que sólo puede protagonizar un animal de las características de un toro bravo, de un toro de lidia.
El quinto de la tarde hizo honor al refrán y propició la salida del torero de Albacete por la puerta grande; eso sí, después de cuajar una lidia completísima desde los lances a la verónica, incluyendo el tercio de banderillas, y pasando por una lección magistral de técnica con la muleta.
Caballero optó, desde el inicio de la faena, por darle mucho sitio y aliviarlo por alto. En ese momento el toro todavía flaqueaba pero a base de dejarlo respirar y llevarlo muy, muy suave, consiguió que fuera rompiendo, obedeciendo al toque y repitiendo en la embestida. Justo cuando parecía que quería irse de la pelea, Caballero tomó el estoque, acortó las distancias y acabó regalando circulares interminables y ayudados por altos. Para cuando se estaba perfilando para entrar a matar ya había sonado un aviso. Tal derroche de méritos se merecía una gran estocada y Manuel Caballero firmó con la espada la que, hasta el momento, ha sido la faena más completa de la feria.
Miguel Abellán habría acompañado a Caballero en su paseo triunfal de no haber sido por lo poco acertado que estuvo en sus dos ejemplares con el estoque de matar. A pesar de ello quedan para el recuerdo sus intervenciones con el capote durante toda la tarde en quites y saludos y queda, sobre todo, el recuerdo de su emocionante faena al tercero de la tarde con el que (cuidándolo mucho, a su alturita) expresó toreo del auténtico: el toro galopando y el torero mandando y templando en un palmo de terreno y acompañando cada pase con la cadencia del quiebro de su cintura. Hubo, en definitiva, emoción. Lástima el fallo a espadas.
La misma lástima se repitió en el que cerró plaza; un ejemplar que, también, acusó la falta de fuerza y que, cuando tomaba la muleta, hacía dudar si sería capaz de completar el viaje o si se derrumbaría a medio camino.
Miguel Abellán lo probó por los dos pitones y, por el izquierdo, a fuerza de cruzarse y alargarle mucho el viaje acabó sacándole todo lo que llevaba dentro.
Capítulo aparte merecen hoy los subalternos. Todos estuvieron muy inspirados aunque si tuviéramos que destacar a uno, nos quedaríamos con José Antonio Carretero (de la cuadrilla de Manuel caballero) que dio una auténtica lección de cómo debe ejecutarse el tercio de banderillas.