Vemos con frecuencia que los novilleros comienzan bien los trasteos y, al cabo de unos primeros compases, consienten deliberadamente su deslizamiento hacia la superficialidad. No digamos si, por ende, el novillo es manso y poco colaborador. Entonces, el pase de ‘camama’, el rodillazo y ‘tentetieso’ se convierten en moneda de cambio.
Los novillos de Triana, de aspecto más parecido al eral que al utrero, se emperezaron al poco de salir al ruedo y cuatro de los seis anduvieron desmotivados y tardos. Sin embargo, no fueron ellos duros de pelar ni mucho menos. Uno de los potables fue el cuarto, pero a partir del segundo tercio, porque de salida volteó golpeándose los lomos e hincó después por dos veces los pitones en la arena quebrantándose mucho.
Javier Solís abrió animoso por alto la faena de muleta y engarzó un par de series con la mano derecha que no tuvieron continuidad en el toreo al natural. Por ese pitón no se halló y la faena se precipitó hacia un final animoso más no brillante. Concluyó de media estocada y un descabello y sin que mediase petición por parte del público, decidió embarcarse en una lenta vuelta al ruedo por su cuenta.
No difirió demasiado el contenido de esta faena de la realizada primeramente a otro novillote móvil por el pitón derecho y revoltoso cuando lo tentaban por el izquierdo.
Constatamos en Sergio Marín un toreo de quietud y mucho temple, facetas insospechadas en un novillero tan joven y poco experimentado. Su propuesta desde luego no es nueva ni original, hay precedentes, pero Marín se esfuerza para desarrollarla con esmero, con una pulcritud elegantona, suficiente y valerosa.
Le cupieron en suerte al joven madrileño dos antagonistas malos de solemnidad. El segundo en turno persiguió la tela rebrincando el viaje y el quinto se paró a la defensiva brindando, exclusivamente, medias arrancadas dirigidas a topar. En ambos se fajó en la distancia corta, les robó muletazos de mérito y certificó que quiere llegar lejos en esta profesión que Camilo José Cela definió ‘de locos gloriosos’. Además se echó a matar sin ambages, jugándose la voltereta. El gran público vio un torero valiente, pero los aficionados cabales y los profesionales vislumbraron un torero con y para el futuro.
En la misma escuela que Marín ha estudiado el ecuatoriano Pablo Santamaría y, sin embargo, su progresión no va en paralelo. Queda exculpado por la lidia al tercero, pues fue novillo manso y cobardón que no movió un dedo por ayudarle. Pero en su faena al sexto, bueno de verdad para el torero, no debió de mezclar tiempos y espacios de manera tan desordenada. Obvió el toreo al natural y una tanda con la diestra a todas luces resultó insuficiente para lograr la emoción del público, así que las calidades del novillo se diluyeron en los recovecos de un trasteo turbio, volátil e inconstante.