Huyó el primer toro de Esteban Isidro, que era insoportablemente manso; huyó del caballo el segundo; huyó también el tercero; huyó de salida el cuarto como alma que lleva el diablo; y con el frío viento metido en los huesos, huyó el público al acabar la insufrible tarde.
No era para menos. El ganado y viento abortaron cualquier posibilidad de toreo, y sólo César Rincón maestro y valiente, le pegó diez o doce pases a su segundo, que tras correr despavorido en los primeros tercios tuvo temple sin motor en la muleta. Cuajo el colombiano varios redondos y naturales enganchando al toro por delante y llevándolo profundo con la mano baja. Remató su faena con torerísimos muletazos por bajo, y se la jugó con la espada tras un pinchazo en lo alto.
Fue casi lo único. Ponce, ni con el desrazado y molesto segundo ni con el rebrincado y topón quinto, pudo torear. Y César Jiménez, que reaparecía con la herida aún fresca, liquidó al buey tercero y estuvo decidido e irregular con el docilón e insípido sexto, mientras lo pinchaba con el descabello los aficionados huían. Demasiado habían ya aguantado.