Más que una corrida de toros aquello parecía una jornada de reflexión: en la Maestranza, todos pensaban. Tanto es así que los toros de Cuadri parecía que venían a resolver un problema de álgebra más que a embestir, de tan pensantes que se colocaban delante de caballos, capotes y muletas. ¡Cuánto tiempo gastaban los ‘cuadris’ en resolver la ecuación que les llevaba a arrancarse una sola vez, Dios mío…! Pero no sólo pensaban los toros, también los toreros. Se devanaban los sesos para encontrar la forma de provocar una embestida y averiguar cómo diablos mantenerla cosida a la muleta para ligar dos o tres pases por lo menos. Y también reflexionaba el público, que tiempo tuvo para hacerlo en las casi tres horas de festejo: ¿son los cuadris?, ¿son los toreros?, ¿por qué tardan tanto los toros en embestir?, ¿por qué insisten tanto los toreros?, ¿qué he hecho yo para merecer esto?… Similares cavilaciones calentaban la cabeza del personal.
Cuando todo el mundo le da tantas vueltas a la cabeza, mala señal. Por que el toreo, que tiene su parte de raciocinio, debe ser mucho más instintivo, más fluido, más natural y fácil. Cuando la gente reflexiona y piensan los toreros, mal asunto: algo no funciona. En la tarde de ayer no funcionaron los ‘cuadris’, demasiado tacaños en sus acometidas, demasiado pegados al suelo, tardos, mirones, escrutadores y –otra vez- pensantes. Toros que, cual filósofos, parecían querer acercarse al motivo más profundo de las cosas antes de regalar una embestida. Le pasó hasta al primero de la tarde, el toro más enclasado de la corrida que se empestillaba entre serie y serie y no había forma de sacarlo de su ensimismamiento a no ser llegándole tan cerca y tan firme como lo hacía Fernández Pineda.
Ese toro le dejó torear compuesto con el capote, pero en la muleta empezó a tardear, de modo que las series se espaciaban –también molestado el torero por el viento- y aquello, pese a disfrutar de momentos de calidad, no acababa de tomar cuerpo de faena. Que conste que no fue por Pineda, que estuvo serio, asentado e inteligente con el toro pese a lo poco que torea este torero de La Puebla.
Serafín Marín se echó un pulso con el segundo. Pulso de paciencia ante un animal que echó el freno una vez que consiguió sorprender varias veces al torero en el arranque de la faena. No se cansó el torero catalán de estar ahí, de insistir, de buscar algo positivo, pero la gente sí agotó su paciencia ante tan largo trasteo. Dos toros, una hora de festejo.
Escribano entonó un poco la cosa en un tercio de banderillas variado y espectacular. La plaza tuvo una reacción feliz ante estas primeras emociones y pensó de forma positiva: ¿y si este embiste y la tarde se viene arriba? Lo mismo debió pensar Escribano, que brindó al periodista taurino Emilio Parejo. No podía imaginar a esas alturas que el toro iba a desinflarse tan pronto y a quedar tan sumamente soso para la muleta. Pero ocurrió, y sucedió de nuevo que el torero de turno estuvo machacón buscando un imposible.
La segunda mitad de la corrida varió poco, a no ser porque el cansino ritmo de la tarde dio otro motivo para la preocupación de los presentes: las posaderas comenzaban a entumecerse de tanto rato sobre el ladrillo visto de la plaza. Y créanme que esto influyó en el devenir del festejo porque la gente se salió de él y empezó a pensar en que terminara cuanto antes. Este desentendimiento llevó, por ejemplo, a no valorar en su justa medida otra firme y seria actuación de Fernández Pineda en el cuarto, un toro al que otro gallo le habría cantado de no sufrir dos volteretas en el primer tercio que mermaron su pujanza. El cansancio del personal también mermó capacidad de reacción ante la meritoria faena de Serafín Marínal quinto, al que, a base de insistir y sobrar, convenció por el lado izquierdo, dibujando un par de series buenas que fueron como un oasis en el desierto de la tarde. Esto y la buena estocada que recetó son contenidos que debieron ser más valorados.
Pero la gente andaba ya en otras disquisiciones, como por ejemplo en saber dónde se iba a tomar la Cruzcampo que le iba a librar de todos los males taurinos padecidos en la Maestranza. De ahí que tampoco le hicieran mucho caso a Escribanosalvo cuando el muchacho se fue otra vez a portagayola y estuvo a punto de ser arrollado por el toro, y cuando quebró para clavar al violín en el tercio de banderillas. Al ver que el toro no decía nada, la gente no quiso saber nada del intento de Escribano por hacer algo positivo. Eran casi las nueve y veinte, y más de uno llevaba todos los kilos de la corrida de Cuadri en lo alto. Da que pensar, ya lo creo…