Uno de los ingredientes que componen a los toreros con personalidad diferente es la inspiración. Finito la guarda en su interior y cuando es capaz de exponerla, surgen faenas como la realizada en Zafra, al quinto. Las grandes obras son las que catalogan a los grandes toreros y, ésta, lo ha sido, como su creador lo es. Lo vio claro desde el principio y se entregó sin escatimar, olvidándose de todo y de todos, toreando para gustarse, para disfrutar y para sentirse torero, más torero que nadie y que nunca. El toro manseó y echó la cara arriba en banderillas, pero Finito se la bajó llevando su mano baja, mostrando todo el poderío que atesora en sus muñecas. Ligó, se rompió con el toro, lo llevó largo, muy largo, hasta el final y cada muletazo duraba y todavía perdura, en la memoria. Hondura, profundidad, temple y…¿qué más se puede pedir?. Pues todavía hubo más. Los pases de pecho fueron monumentales. La obra se basó fundamentalmente en el pitón derecho. Cuando lo intentó por el otro, no hubo el mismo acoplamiento y, con un circular infinito, volvió al sitio bueno. Las mejores tandas fueron las dos últimas, difíciles de contar, porque las delicias de este mundo son para vivirlas, para sentirlas, para paladearlas y para recordarlas siempre.
En el segundo Finito había apuntado que estaba dispuesto a contentar en Zafra. La faena tuvo altibajos, momentos de buen toreo y, sobre todo, una estocada que por sí sola merecía premio.
El Juli se lució en sus dos toros tanto en quites como con las banderillas. Al bravo tercero, lo toreó con lentitud, logrando series de naturales largos, rematadas con pases de pecho espléndidos. Quietud y ligazón fueron los pilares de una faena, que tuvo como final circulares y un desplante sin muleta, para contentar a todos los públicos. Al que cerraba corrida, El Juli, le formó un lío. Temperamental y boyante en los primeros tercios, el de Santi Domecq llegó a la muleta con una embestida más suave. Julián le plantó cara en los medios y allí lo llevó con muletazos templados. Al final, el animal acabó rajadito y buscando tablas, pero para entonces, El Juli ya lo tenía todo hecho.
Ponce realizó una faena técnicamente perfecta al primero, de buena condición pero poca fuerza, lo que hizo que aquello no tuviera emoción. Y poco pudo hacer con el cuarto, un toro protestado por perder las manos, que el presidente mantuvo en el ruedo. En la muleta, se defendió, se le coló dos veces al torero y, a pesar de la disposición del valenciano, no había por donde meterle mano.
Fue tarde de orejas –a pesar de las que restó el palco-, de triunfos, de algarabía, de las que hacen afición, pero sobre todo y, por encima de todo, de un torero y su purísima concepción del toreo.