Declaro al chándal en la calle (y al mismo chándal en otras partes) inconstitucional por atentar contra a lo que el español de bien ha de tener: gusto. Por agresión cultural, por invasión a la misma y porque la misma palabra lo dice, chándal, es la negación del gusto en sí. Es domingo, acaba de mandar Salva Gavira una foto de un puchero de lentejas, símbolo del gusto por excelencia, y, al rato, al pedir un café en el lugar de siempre, parejas en chándal horrible, mariconera, unas zapatillas con alzar de colores inexistentes que agreden mi ecosistema cultural. Cine, gente con chándal y esas zapatillas. Teatro, ídem. Fútbol ni te cuento. Terrazas y centros comerciales. Ya sé por qué soy tan aferrado a lo mío: no hay ni un chándal en una plaza de toros.
Los festejos de toros deberían tener apoyo presupuestario por esta simple evidencia. La gente que acude a un festejo tiene un mínimo decoro en el vestir que suele hacer juego con la plaza, ciudad, fiesta y contexto en el que está prohibido el chándal. No es ésta cuestión menor. Toda sociedad que admite y se arrodilla y asume gustos de una cultura que no es la suya, comienza por mimetizar externamente su claudicación cultural. Un chándal en la calle con una mariconera, pelo de mil rapados (se rapaba el pelo en tiempos de piojos y sarna) y calzado horripilante en los pies, es una negación en lo absoluto: no a un libro, no a los toros, no a la música propia (y apropiada), no a un cuadro, no a un museo, no a unas lentejas en puchero y leña como el de Salva Gavira.
Y, al mismo tiempo, es un sí al reguetón (el penúltimo acto aberrante llamado música) un sí a la cadena de oro, un sí a la funda hortera del móvil, un sí al tuneleo del auto, a su música estridente en el semáforo. Un exterior proveniente del Bronx, otro país, otra gente, otras costumbres, otros modos de vivir, otros modos de relacionarse y, sobre todo, la mejor forma de decir no a la cultura propia. La palabra chándal ni siquiera es un anglicismo, es un ‘franchutismo’. Los vendedores de ajos (marchand d`ail) en el mercado Les Halles de París llevaban un jersey de canalé para el frío. De marchand a´il pasó a marchandail, que, vociferado en el mercado, perdía su primera sílaba: chandail. Chándal. De legítimo uso cultural a un uso aberrante de agresión del no gusto. Porque no existe el buen gusto o el mal gusto. Se tiene gusto o no se tiene.
El toreo es el suma cum laude del gusto. En Bilbao, por la Corridas Generales, se viste con gusto de forma distinta al gusto de la Puerta del Príncipe en Abril o al de Madrid, que discrimina un sábado, una corrida ‘dura’ de una de postín. En los Sanfermines, el blanco y rojo amortigua la insistencia agresiva del chándal, de tal forma que, si nadie se vistiera de blanco y rojo, los Sanfermines se extinguirían, porque la falta de visualización del gusto pausado y en buena rima, jamás podría ser imagen o icono internacional de nada. Pero no sólo consiste en un exterior.
El exterior como imagen es, tantas veces, la tarjeta de visita del interior. Una mirada al Congreso de los Diputados señala con el dedo a esa forma de hacer política de gentes como Monedero, un atentado contra el gusto en el vestir, que advierte de un atentado contra cualquier modo o fondo cultural de hacer política. Vestir de botellón o de universitario marginal agitador de molotov teóricos o de pseudoterrorista en las calles por el caso Hásel, dice mucho de lo que no se desea: una cultura propia en convivencia libre.
Me dirán que un capote de vueltas azules no es símbolo de torero con arte. Tampoco un pelo engominado lo es de facha. Y, sin embargo, ambos pertenecen a un paisaje propio, como el traje de mal corte o la camisa de mangas cortas. Es el ‘no gusto’ o el estereotipo de lo nuestro. Pero el chándal no. Ni el chándal ni esas llamadas zapatillas ni esos tatuajes desmesurados de tribu de asfalto. Eso viene de otro lugar a okupar el lugar que ya está ocupado. Es una agresión cultural en toda regla, un atentado contra el gusto que implica y que visualiza el adiós a una cultura propia que se diluye y se pierde y se olvida y se cambia.
Por todo ello, declaro a todas las plazas de toros lugar enemigo del chándal, del reggaetón, de la mariconera y la cadena de metal. Eso no quiere decir que reniegue el paso del tiempo: se pueden hacer lentejas sin puchero ni leña como las hace Gavira. No serán lo mismo, pero son lentejas. Lo que no se puede permitir es el chándal, que consiste en el no gusto por el placer de desagradar. Y más allá del desagrado, está el exhibicionismo diario de una cultura que no es la nuestra.