Salieron dos toros para hacerles frente, y dos artistas ( Finito y Manzanares) les plantaron cara con valor y raza. Y salió un toro con ciertas dosis de nobleza y temple, y el torero de más regularidad del año ( César Jiménez), estuvo mal y le pitaron.
Finito de Córdoba le había pegado ocho o diez muletazos extraordinarios al primero de la tarde, respondiendo a las profundas embestidas con profundo toreo. Pero el de García Jiménez no repetía casi nunca, y Finito no es de Salamanca, así que cuando lo mató ni le aplaudieron. Más tarde, entraba Juan en el burladero tras aguantar en banderillas en el tercero y una mujer de neurona distraída le dijo una guasa. Juan la miró sorprendido y debió pensar: «En beneficio de todos ¡cállese señora!» De nuevo en su turno, vio que el cuarto tenía raza y repetía, que apuntaba nervio y también fijeza en la muleta. Finito se dobló muy torero y lo sacó fuera de la segunda raya para completar una faena de gran ligazón, de estimable entrega y emoción, de centrado valor y salpicada con un buen número de redondos y algunos naturales de portentosa largura y poderío. El toro tuvo mucho pique, no fue fácil aunque tampoco malo, y el Fino no volvió la cara y justificó sobradamente su inclusión en la feria. Mató muy bien y cortó la única oreja de la tarde.
Y fue la única, porque la temeraria faena de José María Manzanares ante otro toro encastado, pero a la vez difícil y venciéndose mucho por ambos pitones, tuvo un eco irrisorio en los tendidos. La faena del joven torero fue una extraña mezcla de arte y valor, de empaque y arrojo, de verdad torera e insuficiente oficio. El toro repetía y se acostaba, y Manzanares no se movía y se dejaba rozar los muslos en naturales sinceros y bellos hasta que el toro alcanzó presa y lo volteó dramáticamente. Por cómo giró el diestro sobre el pitón y por cómo era de violenta la embestida del burraco, la impresión fue de cornada gorda. Por fortuna todo quedó en el susto, y José Mari siguió igual de honrado, igual de quieto, de entregado y de valiente, aguantando coladas y enterrando las zapatillas en la arena frente a la indómita acometida del burel. La estocada arriba provocó vómito en el animal, y el público, a la hora de pedir la oreja, olvidó que Manzanaresacababa de jugarse la vida. Ante el sexto ya no se podía uno jugar tanto, porque tras varios naturales de cintura y compás, el sobrero de Peña de Francia se rajó para no embestir más.
Entre los dos artistas actuó César Jiménez, al que el violentísimo y desagradable manso que mató en primer lugar le enganchó la muleta mil veces porque aquello no era un toro, sino una batidora tirando cornadas. Pero el quinto, un burraco fuerte y cuajado, tuvo cosas buenas que Césarno explotó. Demasiado brusco en los toques al torear en redondo, y además muy envarado, mejoró en una serie al natural de largo trazo. De repente arrancó la música y el muchacho se fue a por la espada aparentemente contrariado. Lo mató de pinchazo en las costillas y media estocada más o menos en el mismo sitio. Lógicamente, le pitaron.