Se fue Manuel Benítez El Cordobés. Un fenómeno de masas, un genio, un crack, un revolucionario; el mayor revolucionario de la Fiesta. La retirada, esta tarde en Córdoba, ha sido como transportarnos en el túnel del tiempo hasta los años sesenta. En el coso de Los Califas se paró el reloj y dio marcha atrás cuatro décadas. A los más jóvenes ya nadie nos podrá decir que no vivimos aquella época del seiscientos, Los Beatles y la lavadora, porque en cierto modo, hoy la hemos palpado durante dos horas.
En aquellos años, un muchacho pobre y desaliñado que robaba gallinas en el campo, surgió de la nada para conmocionar el toreo y dar un giro a la Fiesta. Hoy hemos visto que aquella llama de pasión, de locura colectiva, de triunfo del pueblo, permanece encendida. Sólo una diferencia notable: Benítez abarrotaba las plazas con su presencia, y hoy medio aforo estaba vacío. La despedida del Pelos, junto con la alternativa de un torero local que salvó su vida de un cáncer a los catorce años y la reaparición de otro diestro al borde de la muerte hace ocho meses en Jaén, no eran suficientes para atraer a un público más afín al televisor. Allí, en la caja tonta, la familia se traga Gran Hermano, Operación Triunfo y un chorro de putones y mariquitas diciendo memeces. Amplia oferta de ocio le llaman ahora al disparate.
Pero los que sí estuvieron, los que no faltaron a la cita, vibraron con la personalidad arrolladora de Benítez. El Cordobés (después de brindar a su mujer, Martina), se vació con un torete noble y blando al que toreó largo y despacio a veces, con algún natural impecable que recordó, por si hacía falta, que Manuel sabe torear. Pases buenos hubo pocos, los suficientes para dejar las cosas en su sitio, y al final, fiel a sus orígenes, se arrebujó con el de Barral, pegó el salto de la rana ya sin salto ni nada, se desplantó de manera inverosímil ante la sorpresa del toro, y cuando miró al tendido con su sonrisa radiante y los pelos blancos pegados al sudor de la cara, la plaza era un manicomio. Pero la locura se reprodujo hasta el infinito segundos después. El Cordobés cuadró al toro, tiró la muleta y entró a matar a cuerpo limpio. Estocada hasta el puño y catarsis colectiva. Tembló la plaza como en un terremoto, el pueblo estalló de gozo, le pidió el rabo con histeria y aclamó al Benítez cuando éste levantó los trofeos. Y el Benítez, en su penúltima vuelta al ruedo, se dejó abrazar por locos que se lo querían comer, y miró a Martina henchido de gozo al pasar por su barrera. Y en su último número, se pegó otra vuelta a toda carrera que remató con un alarde de elasticidad en los medios abriéndose de patas. ‘ Estoy fuerte y amenazo con volver‘, pareció avisar el fenómeno.
Como en los sesenta, El Cordobés eclipsó todo lo que le rodeaba. Sin embargo, otras cuestiones de carácter íntimo se dirimían en la corrida. Juan Mora, tras la terrible cornada del octubre pasado en Jaén, se medía con el toro y con el miedo a una muerte que había visto de cerca. Y Juan, artista y torero, demostró que tiene agallas para sobreponerse. Le plantó cara a su primero, manso y con genio, y templó y tragó al quinto, menos noble de lo que pareció. Y en ambos logró muletazos de especial belleza, algunos por relajados, otros por desmayados y otros por obligados. Perdió una oreja de su primero por la espada y se la cortó al quinto. Enhorabuena Juan, y bienvenido a la guerra.
Otro torero, Reyes Mendoza, se hacía matador en su tierra a la sombra del ídolo. En el del doctorado, el chaval poco pudo hacer porque el de Barral no valió una peseta. Pero al sexto, noble aunque tardo, le atacó de principio a fin y puso la plaza de su parte. La faena fue ligada y sincera, se pasó a su enemigo muy cerca de la barriga, cuajó una serie diestra de rodillas de enorme mérito y demostró que quiere ser figura y que va a poner todo de su parte para conseguirlo. De momento, y tras una estocada, acompañó a su padrino por la Puerta Grande.