Fijándose en la tablilla y leyendo el peso de los toros uno por uno, la corrida promediaba alrededor de los 600 kilos, pero a tenor de la constitución de los toros, una vez en el ruedo, a ojo de buen cubero se apreciaba que, una de dos, o habían sido pesados al tuntún o la báscula necesita una seria revisión. El tercer toro, sobrero de la corrida, fue un novillote con no más de 400 kilos, aunque la cifra que se anunciaba era un redondo 600.
Este toro, el de menor cuajo, fue sin embargo el más enrazado del enlotado. Enrazado en malo porque, aunque se movió, se empleó bruscamente en los engaños de Morante de la Puebla. Los demás salieron flojos, ofrecieron medias arrancadas, perdieron las manos y su lidia no precisó más que la aplicación de las elementales normas del oficio de torear para lustrar el Domingo de Resurrección malagueño con el barniz de la discrección.
El toreo es grandeza, pero no todas las tardes. Hoy, con ser fecha tan señalada en el calendario, quizá más que ninguna otra identificable con la gloria, cabía esperar algo grande de la terna actuante en La Malagueta, pero las cosas son como acontecen y no como se ansían y del retablo de mediocridades e insignificancias toreras que dejó la tarde, adquirieron relieve la faena de Jesulín al cuarto toro, animal desfallecido que perdió las manos múltiples veces, quedándose incluso asobinado a la espera del lamentable coleo por parte de los peones para que Jesulín pudiese torearlo.
El reconstituyente y vivífico temple del diestro de Ubrique consiguió recuperarlo y lucirlo en varias series de muletazos por ambos pitones de despacioso trazo. Mató de una estocada ortodoxamente ejecutada, aunque menos mortífera de lo que pareció en un principio, y rubricada con un letal golpe de verduguillo, consiguiendo la primera oreja.
Ni el primer toro de la tarde, por desfortalecido, ni el segundo, por fofo y soso persiguiendo la muleta de Finito, ni siquiera el quinto, de estólido comportamiento, merecieron otra cosa que una rápida muerte. Lejos de conseguirlo, Jesulín pinchó dos veces antes de cobrar la estocada que rindió al primero, Finito necesitó de cuatro pinchazos y otros cuatro descabellos para apiolar al segundo y se perdió la cuenta de las veces que entró a matar, de cualquier manera, al quinto. Le importaba quitárselo de en medio, entrara la espada por donde entrara. Cualquiera diría que vio Juan Serrano en los pitones del toro las guadañas de la muerte, por como acometió la suerte suprema. El toro se movió corcoveante tras la muleta y el torero, que no pasa precisamente por una situación desesperada, afrontó su lidia como un indeseable trámite.
Del mencionado tercer toro, peligroso y hosco, ya hemos dicho también que Morante le hizo frente esforzándose y, al final de un trasteo discreto, el público gritó enajenado pidiendo la oreja al presidente. El usía no la concedió porque, ciertamente, faltaban pañuelos en los tendidos. Olvida el personal que hasta que una nueva revisión del reglamento lo modifique, las orejas hay que pedirlas con pañuelos. Morante se quedó sin oreja y el presidente ganó una bronca épica.
Se preveía que a nada que el sexto toro contribuyese al éxito la demanda de orejas iba a incrementarse y así sucedió. Luego de una lidia ordenada, sazonada con rasgos de pinturería propios del artista sevillano y rematada de una estocada muy baja pero de fulminante efecto, el gentío exigió la concesión de las dos orejas. De nuevo el presidente, ajustado a la reglamentación y al rigor de calibrado aficionado, acertó concediendo solamente una. Pues, en honor a la verdad, la lidia de Morante a ese sexto toro, que le midió mucho y nunca se entregó en el engaño, sólo tuvo destacable el arrebato de dos verónicas y una media de saludo, que fueron los últimos arreboles de una tarde en la que menudearon las nimiedades toreras.