LA TAUROMAQUIA.
Un ritual de conversión del animal en alimento.
Dr.
Pedro Romero de Solís
Universidad
de Sevilla
En
homenaje al Dr. Pitt-Rivers
Para la inmensa
mayoría de los aficionados, la suerte de matar es el momento culminante de la
lidia, es el instante en el que realmente se decide el ganador, se resuelve el
combate. Pepe-Hillo en su Tauromaquia o Arte de Torear
refiriéndose a la suerte de muerte
escribía que es «sin disputa, la más interesante por todas sus
circunstancias, y en la que los espectadores cifran toda su satisfacción»
(1804: 78). Es la suerte suprema porque toda la lidia, desde la salida del
toro, antes incluso, desde el mismo paseíllo,
está orientada hacia ese cumplimiento. La lidia, por consiguiente, es un
conjunto de secuencias orientadas a un fin superior: la muerte del toro.
En beneficio de la
coherencia de mi explicación, debo empezar con el comienzo mismo de la corrida
de toros y evocar el paseíllo del que
extraeremos algunas certidumbres pero, también, inquietantes sorpresas. No cabe
la menor duda que el paseíllo es la
condensación formal de un desfile militar. Al cruzar los toreros «en
formación» el ruedo llevando la infantería y sus capitanes al frente,
seguida de la caballería a la que cierra, la que podríamos llamar, logística,
esto es, areneros, monosabios, mulas y mulilleros-, en realidad, lo que divisan
los espectadores es un destacamento militar en paso de marcha, una célula de
combate en movimiento de avance. Por la misma disposición de los toreros, subalternos
y persoal auxiliar en el paseíllo, el
público sabe, sin necesidad de preguntárselo, desde el primer momento, que va a
asistir a una lid, a un combate (Fig. nº 1).
El paseíllo resulta ser, también, el
manifiesto de la distribución del poder en el espacio social del ruedo. Pero
hay más, anuncia, aunque haya pasado prácticamente desapercibido, uno de las
más sorprendentes paradojas de nuestra fiesta, me refiero a la ocultación del
carácter masculino que, en el primer momento de su aparición, realizan los
matadores. En el paseíllo ya aparece
la primera manifestación de la ambigüedad sexual del matador. Cuando la
formación militar se aproxima a la Presidencia y se detiene ante la barrera,
proceden, todos los actores, a saludar a la autoridad principal
de la función, esto es, al directo representante del
Estado. Desde los mulilleros hasta los picadores, como hombres que son, se
quitan, todos, respetuosamente el sombrero mas, obsérvese, que los matadores no
se desmonteran, tan sólo hacen el ademán y saludan con una inclinación que si,
en primer lugar, sirve, igualmente, para mostrar el acatamiento que merece el
representante del Estado, en segundo, si observamos más detenidamente parece,
cuanto menos, un comportamiento chocante con las normas de salutación
establecidas, para los varones, por las reglas de urbanidad. Está claro, al
llegar cubiertos por un sombrero –la montera– y no destocarse, saludan –¡Oh,
sorpresa!– como si fueran damas, como si formaran parte del género femenino.
Así pues, la etiqueta introduce o, mejor dicho, da cuenta, a partir del paseíllo mismo, de una ambigüedad
impensable y, por lo general, desapercibida pues descubre a los matadores
ocultos tras un disfraz femenino, los señala con una extraña ambigüedad sexual.
Aquéllos
autores, pocos, que se han percatado de esa ambigüa dimensión sexual del
matador en el momento de su presentación en el ruedo han terminado por
ocultarla a favor de una interpretación «hipergenital» que, por otra parte,
resulta en buena parte evidente. Para salir de la contradicción se apresuran a
decir que la montera no es un sombrero sino… ¡una peluca! Este argumento, por
muy fundado que algunos lo encuentren, no me parece que sea suficiente para
acabar con la inquietante incertidumbre que me produce la misteriosa feminidad
del matador en el momento auroral de su combate (Fig. nº 2).
En el
«hecho social total» que es nuestra fiesta de toros –sin duda, la
cristalización más rica y compleja de la cultura popular ibérica–, se
dramatiza una tensa y fecunda oposición de contrarios. Cuando irrumpe el toro
en el ruedo, de la misma manera que todo el terreno
le pertenece -los toreros permanecen a cubierto, ninguno pisa la arena- los
valores de la masculinidad –fuerza, pujanza, hipergenitalidad– le pertenecen al
animal por entero. El matador, en sus lances con la capa, se envuelve en los
vuelos de la misma y esconde, disimula, tras ella su verdadero cuerpo (Fig. nº
3). Si recordamos una chicuelina
veremos al matador completamente envuelto en los volantes de su capa y tapando,
con artístico pudor, los rasgos más distintivos de su anatomía, como si
estuviera vestido con el traje de una bailaora.
Así pues, al comienzo de la corrida de toros, a la hipermasculinidad del toro
se le opone, pues, la delicada feminidad del matador (Fig. nº 4).
De
pronto, el matador desaparece, pasa el protagonismo de la corrida a los
banderilleros para, concluido el tercio, escamotearse por los burladeros
dejando, como al principio, el ruedo vacío de hombres y todo el terreno
recuperado para el toro. Mientras tanto la herida de la víctima sacrificial,
«del que ha de morir», ha sido adornada, embellecida con las banderillas, hasta
hacer de ella una «flor sacrificial» como la de otros muchos seres que fueron o
son sacrificados al interior de otras culturas (Fig. nº 5). No puedo entrar en
detalles pero así, de análoga forma, era señalado también el lugar del cuerpo
en los rituales previos por el que sería extraído el corazón de las víctimas
para darlo en alimento a los dioses.
Una
vez el toro marcado, señalado, identificado plenamente como una víctima
sacrificial, es cuando el matador sufre su gran transformación: se despoja de
la capa –de la prenda de baile y de vuelo– y se dirige, montera en mano,
hacia donde se halla el primer magistrado de la plaza, se la muestra
ostensiblemente y, muchas veces, volviéndose y girando sobre sí mismo con un
movimiento mayestático, la muestra a la asamblea de espectadores como si
brindara con una copa al comienzo de un banquete (Fig. nº 6). Así pues, hasta
que no arranca de su cabeza ese tufo de ensortijado pelo que es la montera y no
lo tira, con elegante y majestuoso desprecio al suelo, el torero no recupera su
morfología masculina y se transmuta en auténtico matador. En efecto, es ahora
cuando, aproximándose al animal, le enseña, por primera vez con un provocador
desplante, su propio cuerpo, sus propios atributos masculinos (Fig. nº 7). A
partir de este momento la lidia se pone al servicio de una tarea descomunal:
cambiar de sexo al poderoso y peligroso animal.
El
toro, poco a poco, forzado por la mano suave y firme del matador, debe ir
aceptando, interiorizando, los valores femeninos según rigen en el universo
simbólico de la sociedad patriarcal. El toreo de frente, el «aguante» con que
el matador debe soportar la proximidad de los cuernos a su zona genital, el
«arrimón», los intrépidos desplantes, el desprecio simbólico de los galleos, no
son sino los pasos con que el matador
avanza por la vía arriesgada, purgativa, milagrosa de las transmutaciones sexuales.
Al final, el animal parece aceptar la ley que se le impone, y lo expresa con
humillada humildad inclinándose, declinando su bravura, negando su identidad
salvaje y primaria, en suma, asumiendo la domesticidad y la muerte. En ese
momento del ritual en el que el toro depone su identidad hipermasculina es
cuando torero, transmutado en héroe cultural, se dispone a rubricar la ley de
nuestra civilización con signos de sangre –¡la letra con sangre entra!– y
monta la espada para matar (Fig. nº 8).
La asamblea
de sacrificantes espera, con la respiración contenida, la estocada mortal. De
pronto, en el silencio compacto de toda la plaza silenciada se oye el feroz
rugido del matador: un dardo metálico y erguido, vertiginoso y reluciente,
penetra por la herida cultural y sangrante abierta como un sexo animal y
femenino animado por el celo, hasta su corazón. La res «penetrada»,
transformadao definitivamente en una «hembra», negra y enorme, se acuesta presa
de una agónica convulsión. Muerta, yace ahora sobre la arena, convertida en un
inmenso montón de… ¡alimento! (Fig. nº 9)
Así
pues, la introducción de lo que podría ser una interpretación sexual de la
tauromaquia, inspirada -justo es reconocerlo- en los textos de Julien
Pitt-Rivers y en las estampas de Gustave Doré, André Masson y Pablo Picasso, me
ha permitido dejar al toro, sobre el albero, poseído, derramado y femenino,
transmutado, en virtud de un milagro nutricio, en una inmensa montaña de
alimento.
El
paso de las sociedades cazadoras-recolectoras a sociedades sedentarias supuso
que una gran parte de la humanidad sustituyese los sacrificios humanos por
sacrificios de animales domésticos seguidos de festines donde se comían
colectivamente sus viandas. El sacrificio
es el eje vertical que permite establecer los intercambios entre los hombres y
los dioses. Por el sacrificio, es decir, gracias a esta institución, el hombre
logra establecer el control de la vida pues sólo, a través de su mediación,
puede transformar a los seres vivos en alimento sin comportarse como un
predador bestial, ofreciendo su propia vida como intercambio. La lógica de las
estructuras profundas del inconsciente necesita transmutar al macho en una
hembra porque el alimento es un don femenino: en el interior de toda comida
palpita la ubre primordial. La tauromaquia es el rito sacrificial por el que
nuestros grandes herbívoros superiores fueron y son «culturalmente»
transformados en alimento. Se entiende que, dentro del círculo ritual de la
corrida, el hombre pone su vida al alcance de los cuernos del bóvido para
moralmente situarse en el lugar ético que le permite, a su vez, matarlo,
romperlo, mascarlo, incorporarlo (Fig. nº 10). En fin, es una consecuencia que
se deduce de la teoría antropológica de los intercambios y de la reciprocidad
que, fundada por Mauss, tuvo en Lévi-Strauss su más conspicuo representante.
Esta interpretación que sitúa a la tauromaquia en el interior de los rituales
alimenticios parece confirmarse en la misma modernidad puesto que aquí y allá
donde descubrimos sus primeros pasos, sus primeros pases nos encontramos en el
interior de un matadero, esto es, del espacio arquitectónico, fabril, social
donde se actualiza la producción urbana de la carne. Ésta es, según mi
hipótesis, la racionalidad profunda de nuestra tauromaquia. Olvidarla,
simplificarla, amputarla, desvirtúa la corrida y la hace éticamente
insostenible.
Es
cierto que la corrida portuguesa ha encontrado un equilibrio sutil,
ingeniosísimo, que eliminando del ruedo la muerte real, la sustituye por una
muerte simbólica, por la «inmovilización» del toro a manos de los forcados que,
ellos también, ¡ojo!, como el matador, se ponen al alcance de los cuernos. Sin
embargo, esa elegante superchería se prolonga, real y lamentablemente, en el
anonimato de los chiqueros con un golpe de puntilla propinado con ventaja por
un irresponsable. La nocturnidad final oscurece el gesto que deviene éticamente
deplorable.
Me
dirijo, ahora, a los aficionados españoles y a los estudiosos de la tauromaquia
con la intención de prevenirles de que no vayan a caer en la tentación
sensiblera y animalista de rechazar la necesidad del sacrificio del toro pues
seguramente esconde la intención de poner a disposición de ciertos políticos,
autodenominados de «sensibilidad europeísta», los instrumentos teóricos
necesarios para proceder al intento de una «reforma» de las fiestas de toros
que se ponga a los pies del espíritu «light» de nuestro tiempo. La fiesta de
toros vaciada de su dimensión sacrificial se convertiría en un espectáculo
profano, profanado y, desde ese preciso momento, éticamente insostenible.
Ilustraciones
Fig. nº 1.- El grupo de lidiadores en formación
militar atraviesan el ruedo del combate y se aproximan a la barrera. Sobre ella
preside la más alta magistratura de la plaza, el Presidente, directo
representante del Estado. Fragmento de un óleo de J. González Bécquer que se
halla en el museo de San Telmo de San Sebastián.
Fig. nº 2.- En el primer tercio el matador tiende, en
todo momento, a hurtar su cuerpo de la mirada del toro. Esta forma de velarse
tiñe con una paradójica ambigüedad sexual la estética del matador al comienzo
de su combate. En la imagen un desplante de Rafael de Paula (Fot. de Arjona).
Fig. nº 3.- En esta larga cambiada del espléndido
capotero Víctor Puerto una vez más se constata la estética de la inversion
(6TOROS6, 2001, 364: 26).
Fig. nº 4.- Esta tendencia no hace sino afirmarse a lo
largo de un buena parte de la lidia. Aquí el matador aparece instrumentando una chicuelina y, por consiguiente,
envuelto or completo en los vuelos de su capa. En la imagen una chicuelna de El
Zotoluco (6TOROS6, 2001, 343: 29).
Fig. nº 5.- La «flor sacrificial». El ritual
del sacrificio es de tal naturaleza que, en este caso omo en tantos otros, va
señalando, excluyendo, destacando el lugar por donde la víctima va a entregar
la vida. En la imagen la herida del picador se hale rodeada de banderillas
formando una flor sacrificial.
Fig. nº 6.- Una vez solicitado el permiso para matar,
el espada se dirige, montera en mano, hacia en centro del ruedo, y allí se
detiene con la mirada puesta en el público y girando sobre sí mismo, con un
movimiento mayestático, la muestra a la asamblea de espectadores como si
brindara con una copa al comienzo de un banquete.
Fig. nº 7.- Desmonterado, realizado el brindis es
cuando, aproximándose al animal, le enseña, por primera vez con un provocador
desplante, su propio cuerpo, sus propios atributos masculinos. En la imagen el
diestro Rubén Darío (6TOROS6, 2001: 351, 35).
Fig. nº 8.- El torero, transmutado en héroe cultural,
se dispone a rubricar la ley de nuestra civilización con signos de sangre –¡la
letra con sangre entra!– y monta la espada para matar (Ryan, 2000: 159).
Fig. nº 9.- Muerta, la res yace ahora sobre la arena,
convertida en un inmenso montón de… ¡alimento! (Narria, 1989: 85-88, 20)
Fig. nº 10.- Se entiende que, dentro del círculo
ritual de la corrida, el hombre pone su vida al alcance de los cuernos del
bóvido para moralmente situarse en el lugar ético que le permite, a su vez,
matarlo, romperlo, mascarlo, incorporarlo. En la imagen una cogida sufrida en
2001 por José Tomás (6TOROS6, 2001: 372, 7).