TOROS EN SEVILLA:
LA VISIÓN DEL OTRO
Por F. Morales
Padrón.
Para el
forastero el espectáculo por excelencia de la vida española lo constituían los
toros. Los extranjeros se fijaron en él, lo describieron con mayor o menor
acierto, y opinaron también con desigual criterio. Como dice Laborde
(1800-1805) en su Itinéraire descriptif las corridas de toros son el
verdadero espectáculo español. De los autores que manejamos ahora mismo, Fée
(1809-1813) es quien nos habla de esta diversión, calificada de cruel, aburrida
y repugnante en sus detalles por Laborde(1800-1805), aunque soberbia en
conjunto. Según Fée a Fernando VII se debe la creación de una Escuela de
Tauromaquia, “muy digna de su fundador”, con alumnos que el Estado subvenciona.
Fée, que ha visto muchas corridas, admite que en ellas hay originalidad y
grandeza. Los ingleses y franceses que las han criticado, olvidan que ellos
disfrutan con similares diversiones: peleas de gallos y combates de boxeo. Para
Fée las distracciones citadas son mas inhumanas y carecen de grandeza.
Considera que las corridas de toro no son mas peligrosas que las carreras de
caballo, el equilibrismo o la ascensión en globo. No aprueba las corridas de
toro, pero franceses e ingleses debieran ocuparse mas de sus
problemas.
Los
toros que Irving (1828-29) mencionaba constituían la gran fiesta para toda
clase de público que se reunía en el coso de la Real Maestranza. Las corridas
-Cook (1829-32)- tenían lugar en la gran feria de mayo (aún no se había
establecido la Feria de abril, 1848, año en el que llegan a Sevilla los Duques
de Montpensier).
Hacía algunos años – consigna el marqués
de Custine -que escribe en 1831- la
Plaza de Toros de Sevilla quedó medio derribada por una tormenta. No se había
vuelto a cerrar la brecha abierta entonces y a través de ella se divisaba la
catedral y la Giralda, soberbio fondo para un cuadro. En efecto, el cuadro fue
pintado por Eugene Coinain (1852) y Joaquín Domínguez Bécquer (1855) en lienzos
conservados en la Real Maestranza de Caballería y en el Museo San Telmo de San
Sebastián. Diez años atrás, cuando el inglés Michael Joseph Quin la visitó y
presenció dos corridas, la Plaza continuaba sin concluirse por falta de fondos.
Una mitad era de madera, y los vecinos de las calles cercanas disfrutaban de
las corridas desde sus balcones. En la zona construida se distinguían unos
asientos más cercanos al redondel todos de piedra, y los palcos apoyados en
columnas de mármol. Quin admite que aunque la corrida choca al principio a todo
extranjero, siempre hay algo que atrae. Nos cuenta que en la primera corrida
que estuvo fue la del Lunes de Resurrección, con cuatro toros, tres de los
cuales destriparon a dos caballos. Un picador fue derribado y herido
gravemente, y un torero que intentó ayudarle fue igualmente empitonado. Después
de la corrida hubo un ejercicio ecuestre a cargo de una mujer no muy bella. Luego se lanzó al aire un globo, y el
acto lo cerró la suerte de un novillo para entretenimiento del populacho. Esta
diversión fue la de un toro embolado en la corrida a la que el marqués de
Custine asistió. Este escribe también sobre la Escuela de Tauromaquia y critica
a los aprendices de torero que maltratan a los animales embolados
desprestigiando a la fiesta al convertirla en una saturnal. “Solo la
proximidad de la noche ha podido forzar a este pueblo embriagado de sangre y de
polvo a cesar sus feroces juegos. Las campanas de la catedral llamaban a los
fieles a la oración de la tarde; y los últimos rayos de sol se deslizaban entre
nubes que parecían rocas de mármol veteadas de oro y lapislázuli, tan inmóviles
que sus contornos parecían dibujados. Estas luces mágicas iluminaban la figura
alegórica de la Fe, colocada en lo alto de la Giralda. El calor del verano que
se aproxima, daba la sensación de que el aire de la noche tiene polvo
coloreado, lo que dota al lugar de un aspecto fantástico. No se cree en lo que
se ve; sería más fácil creer que se duerme. Mientras que paseaba a mis ojos
como sobre un cuadro imaginario, y admiraba los adioses del día a este rincón
de la tierra habitado por uno de los pueblos más extraordinarios del mundo, la
fiera, abandonada a la multitud de aprendices de “toreadores”, sucumbía sin
honor bajo los golpes de los ignorantes”.
Todo un
extenso capítulo dedica George Dennis (1836) en su libro “Un verano en
Andalucía” a la corrida de toros porque “who has not heard and read of Spanish
bull-fights? En efecto, ¿Quién no ha oído hablar o no ha leído algo sobre las
corridas de toros? Pues, como dicen los españoles “No hay sermón sin
Agustino”(sic). Por eso, añade, un libro de viaje por España sin una
descripción de tal espectáculo sería algo imperfecto. Semanalmente en verano se
disfrutaba de tal entretenimiento. En torno a la Plaza de Toros hombres y
mujeres, a pie, a caballo, en mula, o en calesa se encaminaban hacia el coso.
El orden y el control de entradas corrían a cargo de soldados. Hombres y
mujeres portaban abanicos, adquiridos a medio real cada uno. En las paredes se
habían colocado avisos anunciando el número de toros a lidiar de la ganadería
de don Francisco Tavies de Andrade por los picadores Juan Pinto, de Utrera,
José Salcedo, de Véjer, José Trigo y Manuel Carrera, de Sevilla, y los espadas
Juan León y Manuel Lucas Blanco, de Sevilla, Rafael Guzmán de Córdoba, y
Antonio Rue llamado Nieves, de Sevilla. Al final se echaría un toro embolado
para diversión de los aficionados. Precios: Balcones de piedra a la sombra, front,
second, centre: 24,12 y 10 reales. Balcones de madera a la sombra: 14,8 (front,
centre). Balcones de sol: 5 reales. Había una especie de gallinero
(scaffolddind : andamiaje)), con asientos de piedra y madera que valían 6
reales a la sombra y 4 al sol. La reseña, explicaciones y comentarios de
nuestro turista son minuciosos: pinta el ambiente, se refiere a los toreros,
barrera, corredor, toril, despojos, alguacil, picadores, moño o redecilla,
montera, banderillero, garrocha, capear, chulos, (en el idioma gitano significa
un mozo o mozalbete), muleta, espada, moña o divisa, etc. Da, incluso, los
distintos términos empleados para clasificar a los toros: bravo, claro,
pegajoso, bravo-seco, bravo-cargando, bravo tordo,
etc. Mas, lo interesante en Dennis son las consideraciones finales sobre la
lidia.
Los
españoles aducen que la corrida no es más cruel que ciertas prácticas
deportivas de otras naciones y recuerdan el dicho “A cada tierra su uso y su
costumbre”(sic). Nosotros, siguen alegando, tenemos nuestras corridas y
ellos tienen sus monterías, cacerías con perdigones, pesca , boxeo, y carreras
de caballo, de similar crueldad a la corrida. Dennis contrargumenta que no
compartía tal opinión pues muchas de las actividades relacionadas eran
diversiones deportivas, mientras que de las corridas difícilmente podía dudarse
que propendían a barbarizar al pueblo. Los frecuentes asesinatos probaban
suficientemente la poca estima que se le tiene a la vida en España ¿Qué los
españoles no son crueles? ¡Preguntarle a las páginas de la
Historia!¡Preguntarle a los nativos de México y Perú!¡Preguntarle a los
moriscos de la Alpujarra!¡Preguntarle a las víctimas de la Inquisición! O
consultar los periódicos actuales donde se recogen las barbaridades cometidas
por los partidarios de la Reina y del pretendiente, que estremecerían a un
Calígula o a un Nerón. Una gran mejora del nivel moral de la sociedad española
pudiera lograrse suprimiendo las corridas de toros con el apoyo de las mujeres,
limitando la presencia de estas en las corridas. Mientras ello no suceda
continuará embruteciéndose la mente del pueblo y retardándose el proceso de
civilización de España. Así de rotundo dogmatiza Dennis.
El
marqués de Londonderry (1839), alias Charles William Vane, creía que las
corridas de toros de entonces no se podían comparar con aquellas en las que en
raras ocasiones el Rey o parte de la familia real estaba presente. La última
vez que esto ocurrió fue con Fernando VII,
que asistió a uno de estos espectáculos acompañado de la Reina y la Corte.
Con tal motivo se recuperó el ceremonial medieval de una corrida.
Teniendo
en cuenta lo que expresa el aleman Heinrich Moritz Willkoomm (1844)
comprenderemos mejor las noticias de Londonderry. Dice el primero que ni el
calor horroroso es capaz de detener en su casa a un sevillano cuando hay toros.
El pueblo común soportaba tres o cuatro horas de sol antes que privarse de su
diversión predilecta. Allí se desahoga, allí lo olvida todo.
Para el
marqués de Londonderry resultaba sugestivo, curioso y nuevo, acompañar a un
sevillano andando por las estrechas calles de la ciudad, vestido con su traje
de majo, e ir a parar a los maravillosos jardines que rodean a Sevilla, unirse
a la multitud que converge de todos los puntos, apresurarse para conseguir un
sitio en la Plaza de Toros, y, unido al torrente humano, verse llevado hacia el
coso y entrar en él cuando ya mas de uno, y desde la noche anterior, ocupaba su
sitio para presenciar su amado entretenimiento. El día antes de la corrida, era
criterio del británico y curioso Richard Ford, convenía ir a Tablada en coche o
a caballo para ver el ganado que se iba a lidiar. Otro lugar vinculado a los
toros era el Matadero, en San Bernando, lugar visitado por lo mejor de Sevilla,
los “majos crudos” y los toreros, donde era posible degustar platos típicos y
clásicos a base de despojos: callos y menudo.
Charles
Steward William Vane, marqués de Londonderry ,con el que acabamos de
estar, comienza su XXIII capítulo
lapidariamente: “Voy ahora a describir una corrida de toros. He visto una
“and never desire witness another”,(y nunca mas deseo ser testigo de
otra). El aristócrata viajero nos hace saber que la Plaza sevillana era mucho
mayor que Astley, con cabida para 15.000 espectadores (Willkomm le asignaba
20.000 plazas, la mayor de España) y contraponía la visión de la Catedral
recortándose contra el cielo, y la muchedumbre de seres ostentando sus trajes
de colores y mantillas que en un momento dado cobraban vida y toda la escena
cambiaba como tocada mágicamente.
Teófilo
Gautier (1840), que había presenciado corridas en Madrid, juzgó oportuno
aclarar algunos conceptos y darles su exacto significado. Por ejemplo notifica
que casi no se usa la palabra matador sino espada para designar
al que mata al toro. Es más notable y posee mas carácter espada. Tampoco
se dice toreador, sino torero. Se ha vaticinado repetidamente que
se va perdiendo el gusto por las corridas y que la civilización las hará
desaparecer bien pronto. Idea o juicio este expuesto por Londonderry. Si la
civilización, comenta Gautier, logra eso, tanto peor para ella, pues una
corrida de toros es uno de los espectáculos más hermosos que haya podido
imaginar el hombre.
Gautier
sintió mucho hallar que la Plaza estaba cerrada el día que fue a verla y que era imposible gozar de una
corrida ya que de acuerdo con los entendidos las lidias sevillanas eran las más
brillantes de España.
La Plaza
ofrecía la curiosidad de ser semicircular aunque el ruedo era redondo. Dicen
que una tormenta derribó parte de ella permitiendo contemplar una maravillosa
perspectiva hacia la Catedral.
También
el alemán Alfred von Bergh (1841-43)
anotó que la Plaza no se abría en aquella época, pero debió de entrar y conocer
su interior o solo se basó en el exterior para afirmar que era mayor y más
bella que la de Cádiz.
Como es
fácil de comprobar el espectáculo producía una mezcla de atracción y de
repugnancia. Dora Quillinan (1845) confiesa que fue a la plaza porque reconocía
que era algo que debía hacer, pese a que estaba convencida de que le iba a
desagradar y horrorizar Lo que le resultó más excitante fue la multitud
reunida, el redondel, la entrada de los toros, el sonido de las trompetas, la
riqueza y colorido de los trajes…Después vino el sentimiento de curiosidad
ansiosa en el lapso comprendido entre la entrega de las llaves y la salida del
toro. Para ella fue una mezcla de placer y dolor, que nunca había
experimentado. Seguidamente cambiaron sus sentimientos. Le dominaban el enfado
y el horror hasta que se produjo la muerte del animal, por quien se sentía
atraída. Sentía compasión por los caballos, mientras que hacia los toreros y
picadores volcaba su enojo, al tiempo
que le embargaba un deseo de que el toro les diera su merecido a quienes le torturaban.
De los caballos le dijeron que el número de ellos muertos fue de ocho. A veces
se sacrificaban hasta 30 o 40, y si se deseaban mas, las autoridades estaban
facultadas para requisarlos a los particulares en las mismas calles. Por eso,
quienes poseían caballos, y los apreciaban, solían guardarlos en los establos
bajo llave mientras hubieran corridas de toro. Una última observación de la
Quillinan: se dice que acuden menos mujeres a las corridas, pero en esta
ocasión no faltaron, además, acompañadas de sus hijos.
Para
satisfacción de Alejandro Dumas Dumas,
la Plaza, tras estar clausurada tres meses, volvió a abrir sus puertas. Podía
visitarla, y eso fue lo que hizo de inmediato. Cuadrillas de hombres limpiaban
el terreno de piedras y hierbajos, mientras sus amigos Boulanger y Giraud
tomaban medidas para realizar un dibujo del coliseo sevillano. A Dumas lo que
más le impresionó fue la vista sobre la Catedral gracias al buen gusto que tuvo
una tormenta derribando una parte del coso, no reconstruido.
En el
año de 1846 en que Dumas y Johann Gottlieb von Quand estuvieron en Sevilla
hacía, en efecto, cierto tiempo que no se celebraban corridas. Por eso el pueblo , comprobó Johann Gottlieb Von
Quandt , estaba eufórico al saber que habría corrida. El domingo en que tuvo
lugar la gente se saludaba con el grito ¡Corrida de toros!, ¡Toros!. A la
euforia de los sevillanos no correspondió Quandt pues salió asqueado, sin
aguardar al final, sin comprender como un pueblo alegre y animoso disfrutaba
con escenas sangrientas.
Pocos
días después de la llegada de Adolfhe Desbarrolles a Sevilla, ese año de 1846
se anunció una corrida a cargo de mujeres, espectáculo bastante raro. Se
trataba de mujeres jóvenes, bonitas, vestidas de picadores, que con dificultad
se mantenían sobre su montura. Una de ellas fue prontamente derribada. Puesta
en pie y vuelta a montar, volvió a ser derribada. De haber sido el toro mayor
la hubiera matado. Con las mujeres figuraban varones poco experimentados, uno
de ellos con tanto miedo que no se atrevía a darle la puntillada al animal
caído por lo que el público reclamaba la cárcel para el individuo, y así se
hizo. Otro día, en unión de su amigo y compañero de viaje Eugene Giraud fue a
una corrida del famoso Montes, que alternaba con Chiclanero y Cúchares. Cuenta
Dumas las peripecias vividas para, vestidos con el traje nacional, llegar hasta
sus asientos en la plaza. Se situaron tan cerca de la arena que podían escuchar
los resoplidos del animal y apreciar la expresión del rostro de los toreros en
momentos de peligro. De Chiclanero dice que era gracioso y muy ágil; de
Cúchares, que era muy osado. Montes, de talla normal, un poco flaco, bien
proporcionado y de figura elegante , seguía siendo el primer espada de España.
Le dijeron que era muy feo y falto de juicio. Una cornada le había eliminado la
parte superior de la dentadura. Algo envejecido, seguía mostrando su cabeza
altiva y elegante. A esta corrida la consideró Desbarrolles la mas bella que
habían visto aunque se fueron con un mal sabor de boca porque, estando paseando
por la Plaza del Duque, muy concurrida por la gente venida a ver los toros,
vieron pasar una camilla y le hicieron saber que se trataba de un hombre
apuñalado. Por la mañana supieron que diez personas habían muerto en la ciudad.
“Nada nos retendría mas en Sevilla”, asevera Desbarrolles. Y, en efecto, como
no había sitios en las diligencias para Madrid decidieron marchar caminando.
Enviaron el equipaje a la capital en una galera y ellos tardaron doce días en
hacer el camino.
No podía
faltar una novillada, y esa la gozó William George Clark (1849) que la
consideró parodia de una corrida, con menos ceremonias y peligros. En una
palabra, una farsa en lugar de una tragedia. Mejor sería decir una bufonada.
Por ejemplo, especifica Clark, un individuo con traje de noche y sombrero era
transportado en camilla, simulando una enfermedad, y colocado en el centro del
ruedo. Entonces soltaban un becerro que envestía dejando al hombre en
calzoncillos, que se defendía con el colchón y las almohadas. Las bufonadas se
sucedían y al final los pocos experimentados diestros presentes no atinaban con
el golpe fatal, de tal manera que el pobre animal era liquidado con verdadera
felonía a base de darle la puntillada y desjarretarlo con la media luna.
La
vivencia que el germano Alexander Ziegler tuvo de una corrida (1850) fue de lo
más interesante. Durante su estancia había llegado a Sevilla el célebre torero
Montes, por lo que en la Alameda no se hablaba de otra cosa sino de las
corridas que se iban a celebrar con Montes en el cartel. Cuando llegó “el día
glorioso” un pregonero recorrió las calles al amanecer avisando con una
campanilla que en la tarde habría corrida con Montes. El anuncio tenía un
efecto electrizante en la gente para la cual era una especie de santo y seña el
grito del día: “Vamos a los toros”. A las cuatro de la tarde la ciudad ofrecía
una imagen de auténtico éxodo. Cuanto mas cerca se estaba de la plaza, tanto
mas aumentaba el volumen de la muchedumbre apresurada. Las calles apenas tenían
el suficiente ancho para dejar pasar a todos los curiosos. Los coches, cargados
con animados espectadores, avanzaban lentamente y contribuían a que aumentase
aún mas la congestión. Por doquier, gente alegre y endomingada; por doquier,
vida placentera y abigarrada. A los transeúntes se les ofrecían refrescos de
todas clases. Los aguadores pregonaban su “agua fresca”, al igual que los
muchachos que con sus gritos de “Abanicos, caballeros” invitaban a comprar
abanicos al precio de unos cuantos cuartos. Una apreciable cantidad de polvo y calor
se añadía gratis para felicidad de los que intentaban llegar a su localidad.
Las
entradas las encargaron un día antes, a 13 reales la cuarta grada cubierta,
primera fila del centro. Eran asientos malos para sentarse, pero buenos para
ver, localizados gracias a un pilluelo que a la fuerza les sirvió de guía. Los
precios dependían de la ubicación, por estar al sol, o a la sombra, y por la
época del año. Los lugares mas próximos a la arena, los palcos y los que se
encontraban bajo las galerías cubiertas en el lado de la sombra eran
normalmente los mas caros. Se llegaba a pagar por las llamadas “barandillas de
piedra” en los meses de abril y mayo, un promedio de 28 reales, por las
“barandillas de madera” 20 reales, por los sitios del centro 12 reales, por un
asiento bajo sombra 9 reales, y por un asiento alto en el sol 8 reales.
En
cuanto a las ganancias de los toreros, un lidiador como Francisco Montes
percibía, si se encargaba de todo (picadores, etc.) 10.000 reales, de los
cuales y después de deducir los gastos, le quedaban en limpio 600 o 700 pesos.
Cuando actuaba sólo como primer espada recibía 3.500 reales. Los picadores
ganaban, cuando toreaba Montes, de 50 a 70 duros; los banderilleros, 24; los
capeadores, 16; y el matador, 200 duros. El precio de un toro era de 120 duros,
y un caballo costaba de 10 a 20 duros.
La
Plaza, construida en 1760 para albergar un picadero, poseía una parte principal
situada al oeste, que constaba de dos hileras de columnas dóricas con zócalo y
capitel, destinadas a sostener un gran balcón con balaustrada de piedra. Estas
columnas formaban también la puerta por la cual entraban en la arena los toros.
Encima de esta se encontraba los palcos de la Casa Real y del Ayuntamiento. La
parte interior del edificio era un anfiteatro; la baja o la primera planta
estaba construida en piedra. La segunda, también parcialmente de piedra, la
cubría un tejado sencillo que descansaba sobre bonitos arcos y pilares. El
otro, de la segunda planta era de madera con muchos balcones. Todo el circo de ligera construcción, con cabida para
14.000 personas, no ofrecía arquitectónicamente nada interesante. La vista sobre la Catedral y la Giralda
resultaba encantadora difícilmente podría imaginarse un telón de fondo más
atractivo.
Hacia las
cinco de la tarde, la hora para comenzar las faenas toreras, se había reunido
una enorme cantidad de gente en la plaza charlando y comiendo. Todos los
asientos de sol y de sombra estaban ocupados. El despliegue de sombrillas, los
multicolores abanicos que se agitaban, los gritos de los vendedores de frutas,
los vestidos de las damas, el rumor de la masa humana, y la visible tensión del
público dotaban a la fiesta de un colorido particular. Toques de cornetas
anunciaron por fin el comienzo de espectáculo. La arena quedó despejada de la
gente y dos aguaciles, vestidos de negro, entraron al galope para solicitar las
llaves del toril. El trabajo de estos jinetes de negro, lo premiaban los
impacientes espectadores con risas burlonas, siseos y silbidos. Por eso se alejaban tan rápidamente como podían.
Otra puerta se abría y se iniciaba el desfile de todo el personal que
participaba en la lidia. Los picadores con sus pantalones amarillos,
fuertemente forrados, chaquetillas cortas, sombrero ancho y larga vara con una
puya de hierro de una pulgada, que tratarán de clavar en el lomo del toro; los
espadas con calzones cortos de seda, medias blancas de seda, chaquetillas
bordadas en plata y una coletilla atada en la nuca de forma que parecía como si
tuvieran una trenza. Estos espadas se dividían en capeadores, banderilleros y
espadas propiamente dichos, que eran los que mataban a los toros con la espada,
quedando la denominación de matador para el espada que estoqueaba al toro;
finalmente seguían las mulas con arreos multicolores y banderolas flotando al
viento, formando todo una estampa sumamente alegre de algo muy serio.
Entre el
numeroso público se encontraban, en comparación con los muchos hombres, pocas
mujeres de clase alta, pero las presentes vestían lujosos vestidos y prestaron
una sorprendente atención a la lidia.
Querer
enjuiciar las corridas de toros desde el punto de vista de las costumbres y
hábitos alemanes podría ser no sólo una necedad, sino quizá también una
injusticia puesto que las diversiones de esta clase, vistas con los criterios
patrios, se valorarían y apreciarían con prejuicios. “Sería, sin duda, por
mi parte –Ziegle r- injusto e infantil si yo que he sacado de la primera
corrida de toros que he presenciado, una impresión desagradable y repugnante,
rompiera una lanza impulsado por mis sentimientos personales y consideraciones
individuales sobre las corridas de toros en España, y las llamara bárbaras,
crueles y primitivas. Las corridas existen en España desde tiempos antiquísimos
y se hicieron tan vernáculas que se incrustaron íntimamente en el carácter del
pueblo, convirtiéndose así en una costumbre popular y con ellas en una
necesidad nacional que los gobiernos tienen que satisfacer siempre. Si bien es
cierto que las corridas, al igual que los juegos de romanos y griegos, tienen
bastantes aspectos sombríos, repugnantes y sangrientos, no obstante en conjunto
se trata de un juego noble, que exige valentía, decisión, presencia de ánimo y
destreza. Por eso creo ver en ellas el reflejo de la idiosincrasia española y he
llegado a la convicción que con la supresión de las corridas, si ello fuera
posible, se produciría también un enorme cambio en el carácter nacional
español. Sólo por este motivo quisiera saber que estos juegos se mantendrán en
el futuro”.
A quien
igualmente atrajo la fiesta o sedujo, fue al futuro emperador Maximiliano de
Austria (1851) que nos dejó una completa descripción de la plaza, ambiente,
público, toreros y corrida. Sus apuntes son como flases en los cuales lo
primero que impresiona es el alegre colorido de los trajes. El joven va
anotando: morenas cabecitas de ojos
ardientes, hombres esbeltos con redondos sombreros de fieltro, oficiales
vestidos de gala, centenares de susurrantes abanicos, rumor de la muchedumbre,
pregones de los vendedores de refrescos. Bien lejos de todo romanticismo es la
imagen femenina que Maximiliano capta y que dibuja no sin un soterrado humor: “Uno
piensa que los hermosos labios de las hijas de España buscan refrigerio en los
helados, como si los dientes de perlas que embellecen toda boca sevillana sólo
quisiera triturar el bizcocho ¡En absoluto!. Cuanto más fogosos son los
españoles en sus diversiones, tanto mas originales son los objetos que llevan a
su paladar. Fueron agua y, en el
sentido estricto de la palabra, viento español –buñuelos de viento- los
que hicieron la ronda”.
Solía
presidir las corridas el Duque de Montpensier, pero ese día no estuvo.
Destacaba
la riqueza de la ropa que lucía la cuadrilla. Los espadas eran Lucas Blanco,
que le brindará un toro, y José Carmona, cuya presencia fue celebrada con
gritos y regocijo. El público con devoción rayana en el fanatismo por los
toreros mostraba un particular salvajismo y era inmisericorde. Maximiliano
observaba sin perderse un detalle y anotaba el realismo de la suerte de varas,
llegando a experimentar una embriaguez cuando Lucas mató al toro
magistralmente. Se sintió arrebatado. Aplaudió. En cuestión de minutos habían
variado sus sentimientos. Todo lo que sucedía en la arena le cautivaba . Si el
animal no mostraba bravura la gente
pitaba, vociferaba y flameaba pañuelos. La naturaleza primitiva del hombre
había despertado; el público quería sangre. Resultaba cruel la visión del toro
empitonando caballos.
La gente
amaba esta representación de tal forma que durante la semana se privaba del pan
cotidiano para vivir el domingo de toros, después de haberse pasado la mañana
rezando. “En nuestro país,anota Maximiliano, la clase obrera baja se
gasta su sueldo en bebida y comida, para hacer domingo del lunes y pasárselo holgazaneando
en la embriaguez”.
Maximiliano
pide poder volver otra vez a España para estudiar mas detenidamente la corrida
y envidiar a los españoles por gozar de ella.
Después
de la lidia –Willkomn- el pueblo jugaba a los bolos a orillas del río, y más tarde
se solazaba bajo un umbroso parral de Tríana, bebiendo un dorado Jerez en
botellas barrigudas de largo cuello, oyendo los sones de una guitarra y viendo
bailar a unas gitanas con la falda remangada. Maximiliano se fue al Paseo de
las Delicias, pese a la hora, recorrido por coches de formas y colores
extraños, que se movían de un lado a otro por las frondosas avenidas. Le llamó
la atención el sonido de cascabeles y las hermosas mulas que tiraban de los
coches. La flor y nata de Sevilla, con mantón, velo de encajes y flores al
pelo, iba en calesas abiertas sirviéndose del abanico como si las Delicias
fueran un salón. En uno de los coches de dos mulas con criados de librea vieron
al arzobispo que paseaba tomando el
aire de la tarde. El sol ya se apagaba, y el joven Maximiliano tocado de
lirismo exclama. “Feliz el país en el que el romanticismo no ha sido
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