La corrida de Puerto de San Lorenzo tenía mas caricia y menos pases. Dos toros fueron para soñar el toreo, todos desarrollaron nobleza y a ninguno se le toreó como pedía. Una pena.
El primer toro de revolución fue el que abrió plaza que gateaba enorme por el lado izquierdo, y que además fue el de más transmisión del encierro porque repitió entregado y profundo. López Chaves le pegó una muy buena serie al natural dentro de un trasteo tenaz, afanoso y sin acople. Domingo se llevo una fuerte voltereta cuando el toro le comió el terreno y al torero lo descubrió el viento. Mató rápido y efectivo, y cortó una oreja que supo a poco. El cuarto fue tan noble como soso y el muleteo del salmantino, tan voluntarioso como insípido. Con éste no quiso entregarse a la hora de matar, y esto es lo único que se le puede censurar a un matador que antes había hecho todo lo que sabía.
Otro toro cumbre fue le quinto, suave franco, haciendo un surco con el morrillo en cada embestida. Lo lidió Castaño, que comenzó con siete meritorias pases de rodillas que fueron lo mejor de su faena. Ya en pie toreó largo ligado en redondo, dando muchos pases y expresando poco mensaje. Su fallo a espadas le privó de cortar una oreja que le hubiera abierto la Puerta Grande. El toro era de rabo. En comparación, mejor estuvo Javier frente a su primero, noblote pero que humilló poco, y al que el diestro llevó inteligentemente a media altura con las cara muy bien tapada.
Leandro Marcos, torero de finas formas, tuvo una discreta actuación, pésimamente rematada con la espada. Nunca le cogió el ritmo al noble y tranqueador tercero, y cinco pases de gran belleza no disimulan lo irregular del conjunto. El sexto, fue dócil y blando, y es cierto que perdió mucho las manos, pero también es verdad que en setenta pases no puede haber tantos enganchones como hubo. Faltó temple y sobró brusquedad en los toques. Y es que el toro, como sus hermanos, no quería violencia, sino caricia, mucha caricia.