En algún sitio estaba escrito que Eduardo Gallo tenia que torear en Gijón y cuajar una faena memorable. No tenía que ser el pasado miércoles (el agua se encargo de ello), tenía que ser hoy con un toro bravo y encastado de Alcurrucén; el único de toda la tarde.
El toro fue protestado de salida porque renqueaba de los cuartos traseros. Ocurrió, como algunas veces ocurre, que la casta la bravura, se impuso a la debilidad. Gallo no sujeta los engaños, los acaricia. No sabe lo que es la brusquedad, la falta de valor, ni el gesto expresivo. Sí sabe, en cambio, torear bien y variado de capa, y templado y mandón de muleta. En su debut en Gijón, ha hecho que sobren los argumentos para la crónica mas deseada, la de una faena construida con ritmo desde el principio y hasta el final; una faena de muleta variada y vibrante; una faena dejando ver la bravura de un toro que galopa, humilla y repite. Una faena muy difícil de contar.
Hasta que Gallo descubrió su manera suave de interpretar el toreo, lo que me ha pasado antes tenía todas las trazas de ser, de nuevo, el argumento para una breve crónica. Los dos toros de Juan Diego resolvió con cabeza y mando la difícil condición de un toro, el primero, blando y sin casta, y de otro, blando y de viaje corto que se vino arriba en la muleta.
Manzanares le corto una oreja a un ejemplar de Alcurrucén que manseó sin disimulo hasta llegar a la muleta. Por el derecho repetía las embestidas, pero por el izquierdo no sabía contar más de dos. También manseó sin disimulo al buscar los chiqueros para morir. Hubo pases, sí, y ligados y limpios, pero sin hondura ni sentimiento.
Había expectación por ver torear a Eduardo Gallo. Ahora, hay ilusión.