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Frente a los toros de Núñez no hay sitio para el malabarismo de dejárselos venir, porque no se vienen. Frente a ellos no hay inercias con las que jugar y hay solo un toreo posible: el de enganchar. Ése toreo que acerca los vuelos al hocico del toro y lo prende para llevarlo en viajes profundos. Es la norma de la velocidad cero. Difícil de seguir para el torero, porque exige más a su cabeza, a su pecho y a sus muñecas. Si fuera fácil, no sería inhabitual. Difícil, y aún así Miguel Abellány Diego Urdiales la acataron por momentos. El primero para levantar una faena seria, de imposición a un toro, el segundo, que se movía en asperezas y del que pudo cortar una oreja de no mediar el fallo del puntillero. Urdiales para dejar naturales de gran valor por su dibujo y su ritmo y fallar después malamente con la espada. Completaba el cartel Padilla, que buscó la conexión con el público en el primero y se quedó compuesto y sin toro al desfondarse inopinadamente el prometedor cuarto.
Esa norma de la velocidad cero, común al encaste, la extremó la corrida de Alcurrucén. No es sólo que lo llevasen en la sangre los seis del lote, sino que ninguno tuvo el fondo ni la raza como para moverse alegremente. Nobles todos, el primero acabó enseñando descastamiento, al segundo lo amoldó Abellány el tercero, que por el derecho los quería de uno en uno y con viaje corto, fue bueno por el izquierdo. El cuarto será el enigma, porque se acabó extrañamente recién comenzada la faena de muleta. Quinto y sexto, quizás los más serios y mejor construidos del envío, fueron desagradecido uno y bruto el otro.
Bruto y topón, con medio viaje… Una pena por la estampa de toro alto, fuerte e imponente que tenía y una pena porque era la última salva de Diego Urdiales. El riojano enseñó con él su registro de firmeza quieta, con cites seguros, especialmente sobre la diestra y la voluntad de que todo fuese limpio. No sólo por la belleza, sino también para que el toro no se descompusiese. Faena muy valiosa por la capacidad y las condiciones del toro, pero será menos cantada que la que hizo al tercero. El núcleo de esa, desdibujada por el mal uso del acero, fueron media docena de naturales. Trazados desde abajo, pulseados, despaciosos. Poco ligados, pero en sintonía absoluta con la norma de la velocidad cero: toreo de enganche y profundidad. El refrendo de un triunfo le habría ido muy bien a su reivindicación de más hueco.
Los dos de Miguel Abellán plantearon guión similar: transmisión para empezar, aplomamiento posterior. Tuvo algo más de clase el segundo, eso sí y con él hizo el madrileño la faena que se ajusta a su mentalización fuerte y a su hambre recobrada. Toreo serio y, de nuevo, enganchado. En la velocidad cero que imponía el toro, impuso el torero poder, pulso y habilidad. Así nacieron varias series sobre el derecho, rotundas por ligadas y compactas. Tenía la oreja cortada, pero todo lo enfrió un fallo del puntillero, que levantó al toro. Accidentes. El quinto se movió y con eso tapó, mientras duró el empuje, que ni tenía clase ni tenía humillación. Abellán le hizo frente con firmeza y el toro no agradeció nada.
Juan José Padillase quedó con mal sabor de boca por lo que ocurrió en el cuarto. El toro, que había metido los riñones en el caballo, decidió ponerse a esperar en banderillas y empujó al de Jerez a firmar un muy buen tercio de banderillas. Emocionante, ajustado, reunido y bien clavado. El comienzo de faena, toreando encajado de rodillas con el toro embistiendo, dio esperanzas. Pero se agotaron cuando el toro, dañado en algo, se echó en los medios. Padilla había sido ovacionado ante el primero, un toro abanto al que citó mucho y fuerte sin que terminase de darle resultado.
Plaza de toros de Valencia. Quinta de la Feria de Fallas. Menos de media entrada. Toros de Alcurrucén. Juan José Padilla, ovación tras aviso y silencio; Miguel Abellán, vuelta al ruedo tras petición y silencio y Diego Urdiales, ovación tras aviso y ovación.
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